Los fantasmas del miedo en la aplicación de la vacuna
Por Javier Torres Aguilar
La cola larguísima, como una serpiente gigante. Ni modo, a formarse. Menos mal que la mayoría trae cubrebocas. Ahí está Javier con sus miedos de contagiarse otra vez del peligroso bicho. Doble cubrebocas y lentes: no vaya a ser la de malas que el virus lo vuelva a alcanzar.
Libró de milagro a la muerte, hace como un año.
Ya solo le quedan el miedo y un dolor que de repente vuelve en su espalda. “Son secuelas del Covid”, le dijo una vez el médico.
Javier está ahí para que le inyecten la segunda dosis de la vacuna. Al igual que él, casi todos van por el refuerzo anti-covid. Solo unos cuantos rezagados.
El miedo y el riesgo de otro contagio parece perseguir a Javier. Para su mala suerte adelante de él, en esa víbora humana larguísima como de dos kilómetros, están dos señoras cincuentonas, como él. No traen cubrebocas.
Casi sin pensarlo, Javier actúa. Voltea a mirar al hombre de atrás. “Pásele adelante… si gusta”. El hombre lo mira sorprendido. Javier no quiere una negativa y se hace a un lado para darle paso al hombre.
Vaya, ya las dos viejas sin cubrebocas quedan más alejadas. El bicho tiene menos chance de alcanzarlo.
La víbora humana se menea, avanza. Se repta por varias calles de Chilpancingo, ciudad sureña de México.
Y las historias salpican en los oídos a Javier. Oye una voz de mujer, no muy lejos, ahí en la víbora. Cuenta que la enfermedad la tumbó. Y de eso hacía mucho. Pero los dolores en las piernas siguen (Son secuelas del covid, piensa Javier).
Historias similares pululan en diferentes bocas de esa serpiente gigante.
Junto a la víbora humana que se mueve como un gran dragón chino, a un lado se aparecen el vendedor de paletas, la señora que ofrece frutas con chile, la muchacha que ofrece gorras, la…
El sol, de pronto, deja sentir su poder. Y entonces, el vendedor de paraguas grita más fuerte, ofreciendo su producto.
Javier no pierde de vista a esas señoras sin cubrebocas. Quieren una sombrilla para las dos (Tacañas, piensa Javier). Regatean el precio. Quieren darle una migaja del valor de la sombrilla. El vendedor se encabrita y deja en el aire el ofrecimiento de las dos viejas que decían que le daban 50 pesos por la sobrilla.
El sol, como si se pusiera del lado del vendedor, suelta su furia. Las dos viejas sin cubrebocas buscan a cada rato alguna migaja de sombra de algún árbol o casa.
Eso sí, las dos señoras al pasar por alguna tienda se meten y regresan a la formación con el refresco y las frituras. Comen sin cuidado (“Se nota que nunca han tenido cerca al bicho”, piensa Javier).
En cambio, Javier extrema cuidados. Hay una jovencita que trae arrumbado en el cuello el cubrebocas. Cuando ella a veces se sale de la fila y se pone muy cerca de Javier, él voltea el rostro. El miedo de otro contagio le impone actitudes rayando en la locura.
Javier estuvo a punto de la muerte hace como un año, luego de que el bicho le apretó las venas y le quitó el aire. Y no supo más por unos minutos, en las escaleras donde había caído, allí en su casa. También en casa se recuperó. Le huyó a los hospitales. Solo con la asistencia del médico a distancia logró zafarse de las garras del bicho (“Si me he dejado que me llevaran al hospital, quizá ya ni estaría en esta fila”, piensa Javier).
Se mueve la serpiente humana. Avanza. Después de unas cuatro horas llega casi a la entrada del lugar donde aplican de la vacuna. Y allí afloran las congojas de algunos: el formato que llevan donde están sus datos para que les inyecten la vacuna no es el vigente. Se inquietan. Que dicen debe tener el logo QR, dice a gritos un hombre canoso, corriendo hacia la papelería atestada de usuarios que buscan imprimir el nuevo formato.
Entra por fin Javier al área cercada de esa escuela, que esta vez sirve de concentración para aplicar la vacuna.
Los empleados del sector salud auxilian. A través de megáfonos indican la forma de llenar el documento. Dan el número de lote de la vacuna y el nombre de esta. Pero a algunos el nombre les suena extraño al español. Y el muchacho se ve obligado a deletrear: P-F-I-S-E-R… Pfiser (Faiser, bisbisean unos y Javier también).
Las nubes han escondido al sol. Están muy negras. Javier, aunque trae un paraguas, teme una mojada (Si llueve con aire, me mojo, piensa pelando los ojos hacia las nubes espesas). No se ha bañado con agua fría desde que enfermó de Covid.
Llegan las primeras gotas. Asustado, Javier abre el paraguas.
En ese momento, personal de salud indica que avancen hacia un toldo —“en forma ordenada, no se salgan de la fila”––. Y meten allí a muchos. Otros se quedan en otro toldo de atrás.
Libró Javier la mojada.
Llega, después, hasta los pasillos de la escuela, donde se han habilitado cubículos para aplicar la vacuna.
Viene el piquete (Por fin la segunda dosis”, piensa Javier).
Se introduce junto con otros tantos a un aula, escoge un lugar hasta atrás, donde los estornudos o tos de alguien no lo alcancen. Se sienta en el pupitre.
En ese lugar él y los demás estarán treinta minutos en observación. A ver si alguien no presenta complicaciones por la vacuna.
Ese tiempo lo aprovecha una doctora del sector salud para hacer recomendaciones.
No crean, dice, que ya van a dejar de usar el cubrebocas. Son veintiún días que deben transcurrir para que la vacuna surta efecto.
Pero no hay nada seguro, añade. Quizá cuando ya toda la población ––jóvenes y niños también–– estén vacunados, entonces podríamos dejar de usar cubrebocas.
Nadie tuvo efectos adversos a la vacuna.
Abandona el campus académico Javier, donde esta vez sirvió para aplicar la vacuna.
Cansado, hambriento, pero ya con menos miedo, se pone al volante del auto, enciende el motor.
Hacia su casa se dirige. Allá donde casi muere, por el veneno del bicho.
Pero ahora ya lleva el refuerzo anti-covid en las venas.
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