Apuros de maestra chilanga en universidad provinciana
By Javier Torres Aguilar
La escena así: Desde adentro de la unidad, un automovilista
de Chilpancingo, en la ciudad del mismo nombre, mira que el vocho blanco empieza a avanzar en esa
convergencia de vías; atrás hay más
autos en fila, pero Roberto, llamémoslo así, sabe que los demás no avanzarán
por el momento, esperarán su turno, pues, de acuerdo a las reglas no escritas
pero aceptadas por la mayoría del lugar,
en los cruces de vías donde no hay semáforos, pasa un auto de una calle
y luego el de la otra, o sea, uno y uno, pues. Así que Roberto ya tiene el pie
en el acelerador para avanzar, pues ya le toca cruzar, pero en eso,
repentinamente, aprieta los dientes al mirar cómo otro auto ya avanza muy pegadito al vochito; Roberto, al no poder cruzar la vía en ese momento, escudriña
al chofer que le ha ganado el paso. “Ha de ser un chilango”, dice sin
despegarle la vista; su acompañante de Roberto asoma la cabeza por la
ventanilla, escaneando con la mirada al tipo del auto que les ha ganado el
paso, quizá como buscando señales de los rasgos visibles que en provincia se
tienen de los chilangos: greñudos, tatuados, desaliñados. Las otras
características que en provincia se asocian a los chilangos, es difícil que
Roberto y su acompañante las noten en ese conductor que les ganó el paso:
abusivos, sucios, pillos, bribones, alebrestados.
Lo cierto, y según lo ha palpado este chilango que
ahora vive en Chilpancingo, en ciudades del sur de México, cuando a alguien le
dicen chilango es como para endosarle de un tajo todo lo nocivo que según en
provincia es un chilango. O sea, al calificarte de chilango, te están diciendo
que eres un gandaya, una persona no confiable; un abusivo
que no respeta el modo de vivir en provincia; cuando te oyen hablar con tu tono
cantadito o dices que eres del defe,
te escanean con la mirada y no falta a veces quien suelte: uh, un chilango. En
la frase está ya el tono despectivo con que te aluden. Eres un intruso
indeseable en provincia, pues representas un peligro para las buenas costumbres
y tranquilidad de las personas. Ese es, en provincia, el estereotipo del chilango.
Pero, ahora volteemos el ángulo del enfoque, veámoslo
desde la óptica de un chilango, que está de paseo o tiene poco de radicar en un
estado sureño del país: éste se desespera por la calma cómo se conducen los de
provincia: Si el chilango, por ejemplo, está esperando cargar combustible, le
clava los ojos al conductor de adelante, quien, pese a que ya se abasteció de
gasolina, con una tranquilidad incomprensible para el chilango, aquél camina a
su auto, se sienta, mira pa los lados y por fin avanza, mientras que el
chilango tamborilea el tablero del auto, desesperado; algo similar pasa cuando el
chilango pide unos tacos en un puesto: el cocinero, corta la carne con una gran
parsimonia, como si la carne se fuera enojar si le pasara el cuchillo de manera
rápida. Son pequeños detalles de los
contrastes entre los chilangos y los de provincia. Los primeros acelerados,
como si el mundo se les fuera acabar en ese momento; los segundos, calmudos,
como si no les importaran los minutos que corren. Y hay más de estos contrastes
que a veces se asoman por otros ámbitos. En Chilpancingo y quizá en otros
lugares sureños de México, hay núcleos cerradísimos que impiden a toda costa
que un chilango penetre a sus esferas. Cuento un caso: una académica del área
de las ciencias sociales, con grado de maestría, formada en una institución
pública de México, por una rendija de la cerrazón se logró colar como docente
en la Universidad Autónoma de Guerrero (UAGRO); la rendija se la había abierto
un conocido de ella. El núcleo de los académicos cerró sus tentáculos, no fuera
ser que ella, esa chilanga con grado de maestría, les fuera a tumbar la plaza;
la académica en cuestión había llegado en calidad de docente interina, por
contrato determinado. Con su indumentaria al estilo jipi, de jean y morral al
hombro, la mujer treintona, tenía en su contra el vestir desaliñado y ser
soltera a esa edad. Y si a eso le agregamos que era, parecía, hablaba y se
conducía como chilanga, pues, de entrada ella supo que tendría que luchar
fuerte contra los núcleos cerrados de la UAGRO. Los catedráticos no solo la
veían y trataban con desconfianza, sino que empezaron a calumniarla: que no
había llegado a la catedra por sus conocimientos, sino que ella estaba ahí
porque había entrado en la intimidad con el director de la academia; y rumores
de ese tipo se esparcieron en ese pequeño núcleo universitario; no le
perdonaban el ser una mujer soltera a esa edad, vestir como jipi, estar bien preparada
académicamente y ser chilanga; pero más les preocupaba que esa fuereña les
fuera a tumbar la plaza. Así que la hostigaron tanto que ella no aguantó más
los ninguneos, las malas miradas, el rumoreo en su contra, y al terminar el
semestre metió sus libros en su morral y se regresó al defe, con esa amarga experiencia. Ahora ella es catedrática de una
reconocida institución pública de educación superior en México. Así se mueven
los grupos de poder en las escuelas públicas de Chilpancingo. Ante la casi nula
oferta laboral académica, defienden con todo sus puestos de trabajo. El caso
anterior, quizá sea un reflejo social de la animadversión entre chilangos y los
que viven en estados sureños del país. Los de provincia, consideran que todos los
viven en la Ciudad de México y sus alrededores son chilangos, con toda la carga
peyorativa que le atribuyen al término. Y tienen razón en parte. Únicamente
aciertan en que todos los que radican en la urbe de hierro son chilangos. Lo
demás está para debatirse. Pero esto lo abordaré en otra entrada.
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